Alejandro Dolina es autor de una «opereta criolla», que nunca supe si es un género real o simplemente se lo inventó él. La opereta, sí, claro: es una ópera que incorpora diálogos y no es exclusivamente cantada. La palabra criollo también existe, lo que no sé es si es normal combinar las dos cosas, es decir, si hay otras operetas criollas.
Total, que en esta opereta criolla hay una pieza que se llama El triunfo de la ignorancia. La letra es una sucesión de disparates («La capital de Suiza es Estalingrado. ¡Qué digo! Me he equivocado»). Durante mucho tiempo, tampoco supe qué significaba exactamente el título. Tuve que volver a Asturias para entenderlo.
Por alguna razón que se me escapa, parece que en Asturias está mal visto hablar asturiano y, por consiguiente, bien visto no hablarlo. Como casi todas las personas de este mundo, en la infancia pasé por el proceso de adquisición de la lengua materna, en mi caso el español (con las variantes regionales y socioculturales de mi familia, como todos los demás). Así pues, el español lo aprendí de una manera y todas las demás lenguas que hablo, de otra: de una forma más consciente y sistemática. Entre esos idiomas, está el asturiano.
El asturiano es una de esas lenguas maltratadas, no ya por las instituciones (que también) o por sus lenguas vecinas (que también) sino incluso por los mismos hablantes y por quienes se acercan a ella. Noté ese mismo maltrato con el esperanto, como un espíritu crítico por demás: apenas la gente empieza a aprender esperanto, ya se queja de que exista el acusativo, que si el sufijo -ino y el prefijo mal-. En cuanto al asturiano, ¿quién no ha oído a alguien quejarse de “los del bable” porque se inventan las cosas, que eso nunca se dijo en mi casa, que en la vida oí yo esa palabra? Después nadie cuestiona que, en inglés, [ˈnɒlɪdʒ] se escriba knowledge o el grafema ⟨r⟩ del neerlandés se pueda pronunciar, como mínimo, de cinco maneras distintas según la zona (incluso dos hablantes de la misma familia lo pueden pronunciar de forma diferente). ¿Qué importa si en la casa de algún asturiano nunca se dijo llamuerga? ¿Acaso en todos los hogares hispanohablantes es común hablar del burdégano? ¿Qué pasa, que si usted nunca oyó en su casa, de habla hispana, la palabra perdulario, ya no debería existir, de igual modo que no puede aceptar que en asturiano exista caparina?
Esa doble moral parece hacerse más evidente en la ortografía. En algunas lenguas, la ortografía es más fonética y en otras, menos, pero todas llegan a un punto de arbitrariedad. Esto no impide a muchos hablantes de español (y de otros idiomas) escandalizarse cuando ven una falta, máxime en un ámbito oficial o público, aunque también hay quien gusta de burlarse de cualquier escritura no normativa en las redes sociales. Si lo dice la RAE, va a misa, pero si lo dice la ALLA, es que se lo inventan, que quieren vivir del cuento. Es más, la mayoría de las personas se avergonzaría de no dominar las normas de acentuación en español, pero a pocos les importa no saber apostrofar correctamente en asturiano.
Cuando estoy en Asturias y hablo con la gente en asturiano, siento caer sobre mí todo el peso del prejuicio. Hay quien me ve como un pueblerino ignorante y poco importa si, además del asturiano en que me dirijo a ellos, sé otras nueve lenguas: si habla asturiano, tiene que ser un cateto de pueblo. Y esto no lo digo yo, sino que todos muestran abiertamente su sorpresa cuando digo que soy de la capital. Para otros, soy un radical, un asturianista, un separatista. Lo más habitual en Asturias es mezclar, en proporciones variables según la persona y el contexto, el español y el asturiano. Ahora bien, ¿por qué hablar íntegramente en asturiano lo hace a uno asturianista radical y hablar íntegramente en español (que se da, y mucho) no hace presuponer españolismo radical? Incluso quienes no se ven llevados necesariamente por prejuicios de esta índole sacan más pronto que tarde conclusiones sobre lo que están escuchando: los que saben algo del tema perciben que es asturiano normativo (de ese que nos quieren imponer) y eso es, cuando menos, raro. Aquellos que no tienen ni idea llegan a pensar que quizás soy gallego o, incluso, extranjero, hablante de otra lengua (¿portugués…? no sé) que aprendí español, pero tengo «acento». Ese acento, infiero, es de una naturaleza distinta al que me atribuyeron en una ocasión en que le dije a alguien (en asturiano) que hacía quince años que no vivía en Asturias y la respuesta fue: «Meca, pues no se te quitó el acento, ¿eh?». Se referían al asturiano no ya como dialecto, sino como acento.
Recientemente, tuve que escuchar cómo un señor me echaba en cara que le escribiera los correos electrónicos en asturiano. Que a él le costaba más leerlos, decía. A mí me resultaba algo difícil procesar sus respuestas en español –aunque lo manejo perfectamente– por su ligera incapacidad para organizar las ideas y respetar las convenciones de la tipología textual, pero no pasa nada: uno se adapta. Uno se adapta, pero únicamente a lo hegemónico, no a lo minoritario; esa predisposición para la comunicación funciona en una sola dirección. Este señor llegó a decirme que lo que yo hacía era prácticamente ilegal, que no tenía ningún derecho a hablarle en asturiano, porque la única lengua oficial de Asturias es el español. Me sigo preguntando si la reacción sería la misma en el supuesto de que yo fuera un estadounidense podrido en guita (disculpen mis regionalismos) que le planta un fajo de dólares en el mostrador para que me consiga una vivienda en la ciudad desde su despacho de la inmobiliaria. En ese caso, se me ocurre, el hombrecito rescataría de su memoria unos paupérrimos conocimientos de inglés adquiridos hace décadas en la escuela secundaria para complacer al cliente y hacer su negocio. Pero esto es pura suposición.
Lo que no es suposición es que quien hace ese planteamiento se cree dueño de la verdad, como por otra parte ocurre con cualquiera que argumente lo que sea: si no fuera así, se callaría la boca y preguntaría. Pero Dios nos libre de preguntar qué significa albentestate, no vaya a ser que uno aprenda algo y después le siente mal. Es esta actitud la que lo lleva a uno a pensar, entonces, que no saber una cosa vale más que sí saberla. Ese es el triunfo de la ignorancia.